Pastelería Artesanal Paulina Martos
Repostería con historia
La vida fue más dulce en Carcabuey y en la comarca Subbética, centro geográfico y corazón de Andalucía, desde el punto y hora en que, mediado el siglo XIX, un singular vecino, Francisco Martos, puso ingenio y vida al servicio de sus conciudadanos, como alcalde durante un tiempo, como confitero todos los días de su existencia.
La confitería es un arte que requiere hartas dotes: noción de los ingredientes y clarividencia para mezclarlos, conocimiento de la tradición y audacia para el experimento, fuerza en el amasado y sutilidad en las texturas, práctica en el oficio y fantasía para la decoración, un paladar atinado, pericia para calcular tiempos y temperaturas, primor para el detalle… Arte, en suma.
Hay que tener precisión y paciencia de orfebre para engarzar el néctar de los dioses con los más delicados productos de la tierra. Nadie se hace maestro de la confitería de la noche a la mañana. Ello nos da pie para considerar que a Francisco Martos su pertenencia al gremio le venía de antaño, herencia de antepasados cuyo origen podría remontarse alguna generación más, adentrándonos ya en el siglo XVIII. Pero no pretendamos escudriñar valores en la hipotética antigüedad del origen, sino en la certeza fiable de la trayectoria.
Aquel repostero emprendedor legó recetas, secretos y saberes a Maximina, hija suya, quien, en un alarde de modernidad, regentó el negocio familiar como una de las primeras mujeres profesionales del pueblo, iniciando en aquella época una larga saga de dulceras que ha llegado dignamente hasta nuestros días.
Acompañada de una fiel sobrina, Maximina como ella, hija de la tía Concha, se esforzó en proseguir la labor de su progenitor. Es probable que aquellas mujeres dieran en poco tiempo un sustancial impulso a la actividad de la casa, lo que propició que otras muchachas de la familia se iniciasen como aprendizas del oficio.
De esta manera llegaron Patrocinio, Lucía y Paulina Martos, merecedora de especial mención, ya que comenzó yendo con la tía Concha por los cortijos elaborando in situ los riquísimos dulces artesanos que en aquellos tiempos remotos era costumbre servir en las bodas y terminó convirtiéndose en pastelera principal, heredera y transmisora de todas las capacidades familiares para la repostería, garantía de calidad, propietaria, nombre y marca del negocio.
Con Patro, hija de Paulina, llegó la revolución, el horno propio que acabó con el trasiego de bandejas a una panadería de la vecindad, el volumen de ventas y trabajo, la contratación de mujeres ajenas a la familia, las reformas del local, los madrugones… A esta dulcera, ya jubilada, pero aún activa, le cunde mucho dormir: en tres horas de sueño se procuraba el mismo descanso para el que los demás mortales necesitamos siete. Y por eso trabajaba tanto e ideaba más, hasta lograr hacer de su negocio un referente.
Como su antepasado Francisco, ella es singular, personaje y personalidad dentro y fuera de la pastelería. Con dotes innatas para el canto, el teatro o los versos, impregna de optimismo a quienes la tratan. No era de extrañar que a la parte pública del establecimiento llegasen a menudo ráfagas de risas y fragmentos de canción desde el interior de la fábrica.
Quien ha visto a Patro lustrando roscos, encorvada ante un caldero de cobre rebosando de azúcar hirviente, imprimiendo velocidad a sus manos para no abrasarse, puede decir que ha contemplado la quintaesencia del artesano en cualquiera de sus modalidades: sacrificio, manualidad, destreza, impecable resultado.
Podría haberse marchado con su hermana en aquellos años en que la gente agarraba la maleta en busca de mejores perspectivas, pero reinventó su industria, la hizo próspera y logró permanecer en el pueblo endulzando la vida de propios y extraños, dando continuación a la labor emprendida por sus antecesores. Paca, que emigró, acabó regresando e instalándose en Priego, dedicada a lo mismo con igual filosofía
La joven Mari Paz, hija de Patro, que regenta desde hace poco el establecimiento, es el último eslabón de la cadena, espléndido epígono, digna heredera de los saberes no escritos de una saga familiar, los Martos, asociada desde hace tanto y para siempre al arte de la confitería. El mantenimiento de la tradición pastelera está asegurado con ella. También las risas del obrador.
Carcabuey fue tierra fronteriza entre los reinos de Castilla y Granada, como atestiguan las imponentes ruinas de su castillo roquero, la fortaleza de Algar y las cercanas torres vigías. Aquí, como en otros lugares de frontera, la sencilla y recia repostería castellana se tomó de la mano con el sofisticado refinamiento de la confitería árabe, dando lugar a una exquisita dulcería popular que aunó durante siglos ambas tradiciones.
La evolución de los tiempos ha desembocado en una modernidad mal entendida que se impone a base de artificios, colorinches, sabores sintetizados, marcas, rapidez y uniformidad. Atrás van quedando, en el olvido o en el recuerdo de cuatro románticos, los productos naturales, las recetas asentadas con los años, las cosas hechas con alma, con calma y a mano, la sencillez y el regusto por lo bueno de la vida.
Pastelería Artesanal Paulina Martos, a pesar de tener que adaptarse irremediablemente al avance de los tiempos, conserva reminiscencias de historia, olores de alacena antigua, memoria de las abejas y del trigo candeal, piezas sencillas, remembranzas de bodegón zurbaranesco, evocación de las despensas de nuestras abuelas, verdad, en una palabra, autenticidad sin trampa ni cartón, que es lo que deberíamos proteger y cotizar en esta fulgurante modernidad que va derivando en un encadenamiento de sucedáneos de sucedáneos, como un rosario no se sabe de qué, de renuncias, de fracasos o de penas.
Ingredientes, aromas, formas de elaboración, recetas ancestrales… La harina se anima a base de ajonjolí, huevo, azúcar, palos de canela, cacao, miel, hebras de cidra caramelizada, aguardiente, café, ralladuras de limón, hierba luisa, leche, manteca, chocolate derretido, almendras, coco, zumo de naranjas, leche, vino, piñones, nata, pulpa de fruta, nueces… se amasa, se extiende, se lamina, se corta, se modela, se espolvorea, se cuece, se emborriza y adquiere mil formas, infinidad de texturas, innumerables sabores: hojaldres, rosquetas, mostachos, empanadillas, polvorones, pestiños, piñonate, cuajado de almendra, roscos lustrados, cortadillos, mojicón, …
Soniquete de palas y gorjeo de trabajadoras en el obrador, aromas que estimulan el paladar, sabores augurados por la incitante visión de ciertas variedades presentadas sobre blondas o en cestas de mimbre tapadas con paños blanquísimos, espectro de texturas recias o aéreas… estos y otros mil atractivos convierten la visita a la tahona es festín para los sentidos.
Es lugar al que se va con alegría y en el que, con sólo entrar, te sientes inundado de buenas vibraciones. Por eso conviene pisar esta pastelería. Por eso, cuando algún foráneo nos pregunta en la calle, sentimos satisfacción de encaminarlo a sus mostradores, lugar de su segurísimo agrado. Por eso va todo el mundo, sin distinción: personas mayores que buscan y encuentran los sabores que quedaron asociados para siempre a momentos especiales de sus vidas, señoras de postín que sienten predilección por los delicatessen de chocolatería vienesa, las aristocráticas tartas de turrón y el lujo de los bombones Lindt, gente sencilla que ama lo que conoce, su tradición, sus dulces propios de cada época del año, visitantes que desean regresar con productos de la tierra que pisaron, emigrantes que sólo vienen de vacaciones y pretenden llevarse un poquito de Carcabuey porque viven todo el año aferrados al recuerdo y a las cosas de su pueblo, niños que relamen en cristal de las vitrinas ante un panorama de merengue y chocolate o miran embobados las esferas de vidrio llenas de sugerentes golosinas, …
Todos nos endulzamos la vida a menudo en Pastelería Artesanal Paulina Martos. ¿Viene usted? Quedará encantado.